Siempre llamo ansioso a Antonio Linde, para que me regale algo de su tensa paz. Coge el teléfono como el que te hace un favor advirtiendo que nunca lo cobrará, y encontrándose en Babia contesta casi con monosílabos a tus plegarias de reencuentro. En su apretada agenda emocional abre un huequecito dentro de la semana o promete una pronta llamada, tras terminar el último poemario o destruir y recomponer de pies a cabeza cualesquiera de las múltiples piezas que se amontonan en su piso compartido.
Concertamos una cita siempre a una hora exacta y determinada. Llega con su exquisito atuendo, el torso erguido y los hombros fuertes, tranquilo y sosegado. Regala una mano y se tensa al recibir un viril abrazo con palmadas en la espalda. Sonríe bajando la mirada y encogiendo los hombros, antes de comenzar a chuparnos las pollas y despotricar de los tiempos que nos acontecen, él desde el aparente sosiego y yo desde la zozobra.
De origen y carácter indeterminado, arrancas a base de incomodas preguntas retazos de su pasado y pedazos de su presente. Siempre sereno e indolente, como el sabio de habladuría críptica que minimiza tus problemas disolviéndolos en el estanque del conocimiento.